jueves, 31 de diciembre de 2015

Liturgia del pandemónium

En una ocasión, el filósofo francés Alain Finkielkraut presentó a Fabrice Hadjadj con estas palabras: "De orígenes judíos, de nombre árabe, por elección católico". Nacido en Nanterre, en 1971, en el seno de una familia judía de raíces tunecinas, cuenta que se quedó «fulgurado delante de un crucifijo de la iglesia de Saint-Séverin, en el centro de París». Se bautizó a los 30 años. Este joven intelectual poliédrico (filósofo, dramaturgo y ensayista) es profesor en un Liceo de la provincia de Toulon. 

Fabrice Hadjadj 

En España, la editorial Nuevo Inicio, de Granada, ha publicado algunos de sus libros. Uno de ellos, aparecido en 2009, se intitula La fe de los demonios (o el ateísmo superado), donde postula que el diablo no quiere un mundo sin cristianismo, sino un cristianismo sin Dios, en un mundo sin Dios, con hombres que se crean autosuficientes. El escritor Juan Manuel de Prada ha calificado dicha obra como "el mejor libro de teología divulgativa que se ha escrito en décadas". 

Para animar a nuestros lectores a su lectura, queremos ofrecerles un fragmento de ese libro que nos parece particularmente sugerente, referido a la liturgia del pandemónium, para recordar que el cambio de año siempre es una oportunidad propicia para volver sobre los Novísimos y reanudar la lucha espiritual.  


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 Francisco de Goya, El aquelarre o El gran Cabrón (1823)


Liturgia del pandemónium
 
Para hacernos percibir mejor el peligro que se cierne sobre nosotros y que se vuelve tanto más terrible cuanto más  salvo nos creemos, nos recuerda Santo Tomás que “el pecado del ángel no supone la ignorancia, sino sólo la ausencia de consideración de lo que se debe, es decir, del orden requerido por la voluntad divina”, y lo compara con “alguien que decide rezar y lo hace sin observar las normas litúrgicas instituidas por la Iglesia”[1]. Este ejemplo siempre me ha asustado.  Nos confirma rigurosamente que lo demoníaco no es tanto querer el mal como querer hacer el bien sin obedecer  a la fuente de todo bien, querer hacer el bien según la propia regla, como un don que pretende no recibir nada, en una especie de generosidad que coincide con el más fino orgullo. No hay en ello una ignorancia especulativa, sino una ignorancia práctica, activa, que se esfuerza en no considerar las mediaciones queridas por el Altísimo para nuestra comunión, para nuestra dependencia de los unos respecto de los otros.  Es oír hablar de reglas litúrgicas, de derecho canónico, de magisterio y el demonio empieza a cocear: lo hace un nombre de su tradicionalismo, más viejo que la tradición, o de su progresismo, más up to date que el mundo futuro. En todo caso, lo hemos visto más arriba, él reza con ardiente fervor: ¡Te conjuro POR DIOS no me atormentes! (Mc 5, 7). Siempre que sea con un misal confeccionado ad hoc, para su uso personal, o para su secta del momento, en una espiritualidad que oscila entre lo masturbatorio y lo orgiástico.

La liturgia del pandemónium no posee la unidad viviente de la de la Iglesia. Cuando pretende ser una se bloquea. Cuando pretende ser viva hormiguea. Como la fe de los demonios no tiene su fuente en la visión de Cristo, sino en la inteligencia natural de cada uno, no se puede hablar con propiedad entre ellos de una sola fe (Ef 4, 16), dependiente del don único de Dios, sino de un conocimiento dividido, que uno puede reivindicar contra otro como fruto de sus propios esfuerzos. Sus creencias son individualistas. Dividualistas incluso. Esta división mutua se complica, en efecto, con una división individual: habiendo desviado el pecado el impulso primordial hacia Dios de su naturaleza, su libre albedrío se vuelve contra su vocación esencial, su voluntad ut voluntas se opone a su voluntad ut natura, porque “el alma del perverso está desgarrada en facciones”[2]. El demonio no puede recogerse. Entonces se divierte. 

 Francisco de Goya, Vuelo de brujas (1798)

¿Cuál es el solo principio unificador de este reino desmigajado, el punto de encuentro litúrgico en el país de Legión? El odio al mismo Enemigo. La filosofía política de Carl Schmitt se le aplica bastante bien al pandemónium. El acuerdo del demonio consigo mismo y con los demás no se realiza más que en razón de ese odio. Sólo remienda su ser por medio de su rabiosa pasión por deshacer la obra del Altísimo. Para ese menester, los diablos entienden como ladrones en feria, con vistas a una rapiña que exige, aunque sólo sea por mor de la eficacia, obrar en conserva. Pero esta asociación de malhechores se disloca en cuanto trata de repartir el botón. La feria se convierte en agarrada. 

Jean-Joseph Surin nos informa, en efecto, de que el infierno se encuentra en una confusión continua”: en un PDG (Professional Development Group) como ése, obsesionado por la productividad, el príncipe esclaviza a los demonios subalternos, especialmente “cuando no consiguen hacer todo el mal que él quisiera”; y éstos, que golpean a su vez a sus propios inferiores, “sólo lo obedecen a su pesar, y en lo que es conforme a su pasión, que es el odio a Dios”[3]. El genio violento de Santa Teresita prolonga la experiencia del gran exorcista (Surin fue el que luchó contra el ejército demoníaco que había tomado posesión de las religiosas de Loudun). En una “pieza piadosa”, El triunfo de la humildad, muestra ella las querellas litúrgicas que desgarran al pandemónium. Beelzebul grita a su príncipe Lucifer:  “Non serviam!... ¿Eres tú quien me ha dado esta divisa y crees que te obedeceré después de haberme negado a abajarme ante Dios?... ¡No! ¡Jamás, jamás!... Aquí cada uno es su propio dueño; por eso tenemos una unión tan grande, nuestras legiones están tan admirablemente entrenadas, por eso nuestros adoradores no cesan de disputar sobre los particulares de nuestros ritos sagrados…Tú sabes mejor que nadie, vieja serpiente astuta, que la discordia es la marca de tu realeza… Nuestro único punto de acuerdo es el odio implacable que profesamos a los mortales. Es verdad que eso no nos impide llamarlos muy queridos amigos nuestros…”[4].

Francisco de Goya, El aquelarre (1798)

La ejemplaridad de Lucifer se vuelve contra él, pues se fundamenta en la desobediencia. Diciendo a su vez: No serviré, se le sirve tanto como se le perjudica. Cada uno es su esclavo en la medida en que cree ser el único dueño. Cuando se desobedece a Dios se le obedece a él. Cuando se le desobedece a él, se sigue también su ejemplo, aun cuando sea “para condenación suya”, literalmente. Obtiene un mal de ello para sí mismo, pero se satisface contra Dios. De todas formas, lo que le produce placer no puede, por otro lado, más que causarle sufrimiento. Tiene razón el padre Bonino cuando escribe: “Prefirió seguir siendo el primero en un orden inferior que llegar a ser uno entre tantos en un orden superior”[5]. El hombre que peca, como decía San Bernardo, se hace súbdito suyo: al perder esa gracia que lo eleva por encima de su naturaleza cae por debajo de la naturaleza angélica, incluso de la viciada. Pero decir sólo eso sería perder de vista lo que constituye la fascinación del mal, es decir, ese “bien negativo” que el pecado proporciona a quien sea. Porque si yo lo elijo resueltamente no es porque quiera ser súbdito de Satán. Tras ese sometimiento hay otra cosa, como una especie de democracia, digamos de liberación, aunque fuera una caída en la vida: “Aquí cada uno es su propio dueño”, dice Beelzebul.

Para entender esta situación hay que pensar el pecado de manera metafísica. Dios es Causa primera del ser. Toda obra buena, es decir, abierta a la plenitud del ser, la realizamos, pues, con él, bajo su impulso último. Por el contrario, a la obra mala, es decir desviada por una carencia de ser, el Creador le confiere su parte de positividad, pero su parte de negatividad, propiamente pecaminosa, no procede más que de mí, criatura sacada de la nada y capaz de aniquilar en mí el influjo del ser. Por ejemplo, la fuerza de mis brazos se basa en última instancia en la bondad del Creador que quiere que me sirva de ellos para ayudar el pobre; pero, si yo los empleo para degollarlo, desvío el impulso de dicha fuerza, arruino su plenitud en la comunión (con Dios así como con el prójimo), es decir, en una existencia más dilatada. Y esa desviación se debe sólo a mí mismo. Tal es la delectación que procura el mal: yo no puedo ser causa primera del ser, pero puedo ser causa primera de la nada. En lugar de ser hijo en este universo, a la vez el más trágico y el más gozoso, prefiero reinar sólo en un mundo virtual. Así ocurre cuando me siento lesionado, acuso a los demás y me niego a reconciliarme con ellos: sufro y no alcanzo a más que a hurgar en mi herida, pero disfruto viéndome en un pequeño mundo ilusorio donde me alzo como juez supremo. Ello implica, sin duda, en alguna parte de mi naturaleza, cierta enfeudación al diablo. Pero aun cuando este último me haya tentado, sólo yo soy formalmente responsable de la culpa (si la culpa no procediera de mi voluntad, yo no sería culpable) y él no puede retirarme el mezquino placer de reinar sobre mis quimeras. 

 John Martin, Pandemónium (1841)

Así, pues, en el infierno, reza cada uno por su cuenta, por sí solo, con una oración que pretende saber exactamente lo que a él le hace falta. Y cuando se reza por los demás (¿por qué no?) es porque uno los representa y para obtenerles un bien que se ha decidido por y para ellos —por ejemplo, alojarse en unos puercos…—. Pero, en ocasiones, también rezan todos juntos si es para rechazar una ofensiva del Santo. La liturgia demoníaca es unas veces masiva y otras dispersa. Cuando se trata de oponerse al Verbo hecho judío, es una fascinante ceremonia de Núremberg. Cuando la cosa es codiciar el bien propio, es una formidable cacofonía. Pulverización libertaria en el amor propio, solidificación totalitaria en el odio a Dios. Orgía impersonal en funcionamiento, competencia feroz entre individuos. Así es la pulsación infernal.  

Nota de la Redacción: El texto reproducido está tomado de Hadjadj, F., La fe de los demonios (o el ateísmo superado), trad. de Sebastián Montiel, Granada, Nuevo Inicio, 2011, pp. 85-89. Un interesante reportaje sobre el autor, publicado en español, puede consultarse aquí



[1] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, 63, 1.

[2] Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1166 b.

[3] Jean-Joseph Surin, Triomphe de l’amour divin sur les puissances de l’Enfer, seguido de Science expérimentale de choses de l’autre vie (1653-1660), Grenoble, Jerôme Million, 1990, p. 360.

[4] Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Théâtre au CarmelParís, Cerf-DDB, 1985, p. 252.

[5] Serge-Thomas Bonino, Les anges et les démons, París, Parole et Silence, 2007, p. 211.

Actualización [26 de marzo de 2016]: El sitio Alfa y Omega reproduce, traducida al español, la conferencia impartida hace algunos días por Fabrice Hadjadj en la Fundación De Gasperi (Roma) según la versión publicada en el periódico francés Le Figaro. Ella se intitulaba "Los yihadistas, el 11 de enero y la Europa del vacío", y ahí hacía presente que demasiada buena conciencia y ceguera está conduciendo al suicidio de Europa, ciertamente construida sobre raíces cristianas.

Actualización [4 de abril de 2016]: El sitio Religión en libertad ofrece la traducción de la entrevista dada por Fabrice Hadjadj con ocasión de su último libro, intitulado Résurrection, Mode d'emploi, donde ofrece una magnífica meditación sobre el insondable misterio de la salvación. 

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